Día 54 de confinamiento. Miércoles 6 de mayo.
Dice Enrique García Máiquez en su columna de hoy, así como de pasada, que el oficio de escribir a diario tiene sus peligros. Eso de obligarse a emborronar cada día una página en blanco, hace que sea el de columnista un trabajo complejo y peligroso. Mezcla vertiginosamente lo más sublime con lo más chusco, lo pequeño y lo grande, lo cotidiano y por fuerza caduco, con lo atemporal e inmortal. Obliga a registros distintos a fuerza del viento del día. Lo mismo te lleva a hablar del inmenso drama que supone el dolor de lo que vivimos, con la muerte, el negro, el sufrimiento, la injusticia y la incomprensión, que a mencionar lo leve y quizás frívolo de la memoria de unas rosas, de hacer algo por vez primera, de un armario ordenado o de efemérides que recuerdan viejas glorias demasiadas veces ya caducas. Dice él que su conciencia le advierte al tener que hacer eso, seguir día a día hablando de todo, rodeados del dolor, pasar de lo grave a lo bufo, en 24 horas, y que mal remedio tiene. La naturaleza humana es así. Saltamos de un registro a otro sin solución de continuidad.
He de reconocer que yo, que hace mucho que escribo, ha sido este confinamiento la vez primera que me he obligado a tratar de escribir a diario algo que nos acompañe en esta situación de cuarentena, a veces compaginando medios distintos, y créanme, resulta difícil. Encontrar cada día algo medianamente interesante que contar, y tratar de contarlo medianamente bien, es difícil. He tenido mi ayuda y aunque no revele mis fuentes, hay por ahí quien sugiere ideas, temas y enfoques, lo cual es una inmensa ayuda. Pero no se crean, la labor de columnista tiene su complejidad.
El columnismo de opinión es un género a caballo entre lo periodístico y lo literario con entidad en sí mismo. En algún momento casi todas las grandes firmas de la literatura en España han firmado artículos de opinión. Tenemos una lista tan excelsa que comenzando casi con Larra, Clarín y Galdós, pasando por Mariano de Cavia y González Ruano, hasta las firmas más consagradas hoy en día -Javier Marías, Manuel Rivas, Arcadi Espada, Raúl del Pozo, Juan Manuel de Prada, Sánchez Dragó, Daniel Capó, Kiko Monasterio o Enrique García-Máiquez-, sin olvidar al magnifico Julio Camba, a Pla y a Foxá, a Campmany, Ignacio Camacho, Pérez Reverte, o los difuntos Manuel Alcántara o David Gistau, han elevado la calidad de la opinión a niveles de altura inaudita. De fuera de nuestras fronteras con mencionar a Hadjadj recientemente, o a Chesterton de siempre, basta.
Es cierto que hay igualmente mucho opinador de circunstancias, y que los medios digitales y el mundo de los blogs han democratizado tanto esto de escribir columnas de opinión, que hasta a alguien como quien esto firma, se le deja emborronar líneas como si lo que dijera fuera mínimamente interesante…
En el ámbito de la opinión religiosa, aunque muy cultivada en estos últimos años al albur y el empuje de Internet, el columnismo –a mi juicio- no ha desarrollado aún todo su potencial. Se mezcla el comentario homilético, con la anécdota espiritual de actualidad, la reflexión pausada con la novedad editorial, o con la noticia eclesial de turno, la apologética batalladora y crítica, o la apertura pro-sistema establecido, y ciertamente todo ello cabe en una columna, aunque la opinión religiosa aún anda buscando una mayor proyección de la que tiene.
Quizás no es más que el reflejo de la realidad de nuestro tiempo, en el que lo religioso cada vez más no es sino un espacio anecdótico y curioso, una realidad ahí en los márgenes de lo importante, casi que equiparable a los comentarios sobre toros, vinos, carreras de caballos u ópera, es decir, algo para minorías. Y quizás es que así es como debe ser. Pasó ya el tiempo en el que lo religioso era mayoritario y general. Seguramente hay que volver a la clave evangélica de la levadura y la sal. Demasiada, estropea. Pero es cierto también la otra clave de la levadura y la sal. Sin ellas, no hay ni pan ni sabor.
Y ese es quizás el difícil equilibro y el reto que tiene lo religioso en este siglo XXI mostrar que la experiencia espiritual y trascendente, la búsqueda de Dios, es algo central de la condición humana, del ser humano, pero saber hacerlo conviviendo con muchas otras realidades. Defender y apostar por la clave de que no es una más de las dimensiones de la condición humana, sino que es la fundamental para ser persona, pero hacerlo en diálogo y convivencia con otras cosmovisiones –o simplemente visiones parciales- y realidades de nuestro mundo, algunas que no comparten siquiera que lo espiritual exista. El reto es buscar su espacio, su lugar. Aportar su riqueza. Buscar el respeto de los demás. Hacerse respetar y reconocer por su propio valor y aporte, para ganar a otros desde la riqueza propia.
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